Juan Miguel Alcántara Soria
Días quietos propician meditar. En la cosmovisión judeo-cristiana, Adán y Eva fueron los primeros padres de la humanidad, moldeados por Dios en un proceso evolutivo. Quien, como todo buen Padre, quiso darles todo lo que sus posibilidades le permitían: no solo un cuerpo de maravilloso diseño, y un alma dotada de poderosa inteligencia y libre voluntad; también de dones que les libraban del sufrimiento y de la muerte, entre otros. Con una sola condición: su amor irrevocable al Creador. Pero Adán y Eva fallaron, cometieron el pecado de soberbia (del amor desordenado de sus propias excelencias), al tentador susurrarles al oído que serían tan grandes como Dios si comían del futo prohibido. Se escogieron a sí mismo en lugar de a Dios. Y perdieron en un instante los dones especiales y, sobre todo, el lazo de unión íntima con Dios. Y al ser Adán el embajador plenipotenciario del género humano entero, lo que hizo Adán lo hicimos todos.
Este precedente es determinante en la Pascua judía y en la cristiana, con coincidencias y diferencias narrativas. La Pascua, o Pésaj en hebrero, significa la libertad para los judíos: los descendientes de Abraham, a través de su hijo Isaac -a quien iba a sacrificar- fueron convertidos en esclavos en Egipto, luego de que José, bisnieto de Abraham, fue vendido como esclavo; y su familia lo siguió. El libro del Éxodo – Moisés sacando a los israelitas de Egipto- narra la décima plaga, que condenó a morir a todo primogénito de cada familia, incluida la del faraón, excepto aquellos que habitaran casas donde se sacrificó un cordero, y con su sangre pintadas sus puertas; ahí la muerte pasaría de largo. Este día fue llamado Pascua, o Paso.
El Evangelio revela el infinito amor de Dios a sus creaturas: Decreta que su Hijo viniera a este mundo asumiendo la naturaleza humana, para reparar nuestros pecados. Jesús recorría Judea y Galilea predicando el mensaje de amor de Dios al hombre, y condenaba avaricia, hipocresía y dureza de corazón de sacerdotes, escribas y fariseos, a quienes irritó. Vino la traición de Judas y el arresto y juicio de Jesús: “Llevaron a Jesús de Caifás al Pretorio. Pero ellos no entraron al Pretorio para no contaminarse y para así poder comer la Pascua”. Se entrelazan la crucifixión de Jesús y la Pascua judía, corroborada en las escrituras rabínicas del Talmud: “Jesús fue apresado en la víspera de Pascua….”. Y ejecutado en el día de Pascua del calendario judío, en el que los judíos matan un cordero en memoria de aquellos corderos que en Egipto hicieron que la muerte pasara de largo. Desde Isaac, hijo de Abraham, vienen anuncios del sacrificio del Cordero de Dios, el día conmemorativo de la primera Pascua. De ahí que la Semana Santa es movida cada año, al estar ligada a la Pascua judía, fija en el calendario judío que calcula el tiempo en forma distinta al calendario gregoriano.
Jesús vivió y murió una muerte pública, y de ello hay testimonios históricos, aparte la Biblia, como los de Josefo, historiador y jefe militar judío que escribió: “En este tiempo existió un hombre sabio de nombre Jesús. Su conducta era buena y era considerado virtuoso. Muchos judíos y gente de otras naciones se convirtieron en discípulos suyos. Pilatos lo condenó a la crucifixión y a la muerte. Los convertidos en sus discípulos relataron que se les había aparecido tres días después de su crucifixión y que estaba vivo”. O el de Cornelio Tácito, gobernador historiador romano: “Nerón castigó con las penas más refinadas a unos… llamados cristianos. El que les daba este nombre, Cristo, había sido condenado a muerte durante el imperio de Tiberio por el procurador Poncio Pilato”.
Hasta que Jesús murió en la cruz, nadie podía ver a Dios cara a cara. Resucitó y recuperó la amistad del Creador con sus creaturas. “Si Cristo no resucitó, nuestra predicación no tiene sentido, ni la fe de ustedes”, concluye San Pablo. La creación no fue ociosa. Nos creó a su imagen y semejanza: pensar y amar, es vivir humanamente. Hagámoslo bien. Fuimos diseñados para alcanzar libremente la plenitud. Espíritus encarnados en cuerpos gloriosos, si elegimos bien. ¡Felices Pascuas!
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